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La última tentación de Scorsese

  • Marta Pedrote
  • 23 dic 2016
  • 3 Min. de lectura

El director ofrece en 'Silencio', que se estrena el 7 de enero, una elegante, profunda y dolorosa 'confesión' religiosa entre la razón y la fe.

"El secreto ha convertido sus rostros en máscaras", se escucha en la película con la que Martin Scorsese regresa casi 30 años después a la herida de La última tentación de Cristo. La frase, a su manera, coloca el brillante esfuerzo del director en un extraño y virtuoso punto de equilibrio entre la fiebre y el éxtasis donde lo que se discute es la distancia que media entre la representación y la realidad, entre la verdad y la mentira. Y ello en el límite mismo de lo discutible, de lo pronunciable. Entre la fe y la razón. Pocas veces antes, el responsable de Taxi driver se había exigido a sí mismo tanta sobriedad en la puntual descripción de una pregunta que atañe tanto a su propio oficio, el de cineasta, el de fabricante de máscaras, como, en tono mucho más grave, a la propia vida. Cualquiera de ellas.


Silencio -así se titula una de las más elegantes e intensas películas hasta la fecha del director y que se estrena el próximo siete de enero- reconstruye el camino de dos jesuitas en el siglo XVII desde Portugal hasta Japón, desde el martirio a la traición, desde la absoluta negación del enemigo hasta quizá la íntima comunión con él. Y así hasta convertirse no sólo en una profunda y dolorosa reflexión sobre la fe, el silencio de Dios (o la ceguera de los hombres, según se mire) o el perdón, sino, mucho más oportuno ahora, la propia comunicación entre universos, creencias. Se habla de fe cuando en realidad todo el esfuerzo se concentra en reivindicar el valor de la razón; se discute de Dios, cuando el que sufre es el hombre. ¿Se puede querer a Dios y renunciar al hombre? ¿Cuál es el sentido último de esa extraña paradoja que el tiempo ha dado en llamar sacrificio? Y así.


La película toma como referencia la novela homónima del autor japonés Shusaku Endo que ya vivió dos adaptaciones a la pantalla. La primera la firmó Masahiro Shinoda y fue presentada en Cannes en 1971. La segunda, del portugués Joao Mario Grilo, data de 1994. Scorsese y el guionista Jay Cocks plantean la película como un viaje. Dos sacerdotes (Andrew Garfield y Adam Driver) reciben la triste y confusa noticia de la apostasía de su mentor (Liam Neeson). El que fuera su guía espiritual, dicen, ha renegado de su credo y vive en Japón ajeno a las exigencias de su antigua Iglesia. Lo que sigue no puede ser más que un descenso al corazón mismo de las tinieblas. Exactamente con el mismo equipaje ofrecido por Conrad en su novela: la duda, la devoción y, por supuesto, el horror.


Scorsese se sabe fiel heredero de una tradición que tiene en nombres como Carl Theodor Dreyer y su Pasión de Juana de Arco quizá su momento fundacional. Pero, más allá, la película dialoga con el gesto arrebatado y exultantemente místico del cine de Tarkovski, sin renunciar al peregrinar por los abismos de Ingmar Bergman. «¿Suicidarse...? No, no... pero puedes quedarte inmóvil, en silencio, así al menos no mientes y puedes aislarte en ti misma, sin interpretar ningún papel, sin tener que exteriorizar gestos falsos», dice la doctora al personaje interpretado por Liv Ullmann en Persona y ahí, en el reconocimiento del silencio como la última oportunidad para evitar la máscara, la mentira, Scorsese y el director sueco comparten algo más que solamente una herida.


El resultado es una película que coloca al espectador en una posición tan reveladora como incómoda. Nunca complaciente. Scorsese quiere en todo momento acercar el héroe al traidor. Y hacerlo con una mirada tan compasiva como finalmente cruel. Sólo las máscaras aciertan a dar con el sentido profundo de la más radical de las paradojas. Y así hasta dar con uno de los finales más delicados y tristes del cine reciente.

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